La ciudadanía se puede definir como "El derecho y la disposición de participar en una comunidad, a través de la acción autorregulada, inclusiva, pacífica y responsable, con el objetivo de optimizar el bienestar público."

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Economía de la secesión: el caso de Cataluña

Por Mikel Buesa, martes, 05 de enero de 2010

La aparición de nuevos Estados independientes ha suscitado, durante la última década, el interés de los economistas, dando lugar a importantes aportaciones en dos terrenos netamente diferenciados entre sí.
El primero, que se deriva de la observación de los procesos de descolonización que tuvieron lugar durante la segunda mitad del siglo XX, alude al tamaño de las naciones y, más concretamente, a las posibilidades que se abren para las más pequeñas dentro de una economía globalizada en la que las barreras al comercio se hacen cada vez más pequeñas, multiplicándose así las posibilidades de acceso a los mercados internacionales. Unas posibilidades que, como han mostrado Alberto Asesina y Enrico Spolaore, se concretan en el aprovechamiento de las ventajas de la especialización bajo unas condiciones en las que la obtención de unos costes reducidos a través de una gran escala de producción no se subordina a la dimensión del mercado interno. Y, así, el tamaño de la nación deja de influir sobre la oportunidad de alcanzar unos buenos resultados económicos. En otras palabras, la globalización abre la viabilidad económica de la emergencia de nuevas naciones de extensión limitada.
Y el segundo es el que se refiere a los casos de secesión en los que la constitución de los nuevos Estados es el resultado de la desmembración de las viejas naciones, lo que conlleva la aparición de barreras comerciales donde antes no existían, dando lugar al que llamamos efecto frontera. Este concepto —que fue acuñado por los profesores McCallum y Helliwell en Canadá, a raíz de sus estudios sobre las consecuencias económicas de una eventual independencia de Quebec— se refiere a los costes que, para comerciar, se derivan de la existencia de fronteras y que se manifiestan en el hecho de que el intercambio de mercancías y servicios es mucho más fácil en el interior de cada país que con el exterior, aun cuando no existan aranceles. Este efecto frontera refleja así la idiosincrasia común de las regiones interiores de cada nación, a la vez que su diferenciación con respecto a los demás países, lo que hace que la intensidad de los intercambios internos sea muy superior a la de los exteriores. Su papel es, por tanto, el mismo que ejercen los aranceles, de manera que actúa como un poderoso mecanismo de protección.

Pues bien, este mecanismo de protección, según han mostrado los acontecimientos, puede reducirse drásticamente e incluso llegar a desaparecer cuando la secesión irrumpe como un fenómeno políticamente traumático que destruye la base común de algunos países. Concretamente, los estudios que se realizaron acerca de las viejas repúblicas soviéticas, de Yugoslavia o de Checoslovaquia, a raíz de su escisión, señalan que el efecto frontera registró una caída de entre tres y cinco veces, dando lugar así a una fuerte disminución de los intercambios y, por ende, del Producto Interior Bruto. Dicho en otros términos, los procesos de secesión dieron lugar a la aparición de fronteras económicas donde anteriormente no existían, erigiéndose así las mismas barreras que anteriormente sólo operaban con respecto a los mercados exteriores.

La secesión de Cataluña.

En Cataluña la idea de la secesión, aunque cultivada durante mucho tiempo por el nacionalismo, no ha tenido una plasmación real en la política práctica hasta muy recientemente cuando, con ocasión del proceso de aprobación de su nuevo Estatuto de Autonomía en 2006, los partidos nacionalistas dieron un giro a sus reclamaciones de autogobierno para exigir la independencia. Fruto de ello han sido los refrendos informales convocados, por el momento, en 167 municipios catalanes para solicitar un pronunciamiento directo acerca de ese asunto —con resultados ciertamente mediocres, a pesar de su manipulación al haberse admitido el voto de los menores de edad y de los extranjeros residentes, pues ni siquiera una cuarta parte de los ciudadanos se ha manifestado favorable a la independencia—.

Pero, más allá del planteamiento político secesionista, nos interesa destacar aquí que también ha habido, en este asunto, una argumentación económica cuyo mejor exponente se encuentra en el reputado académico Xavier Sala i Martín. En ella se acude básicamente al argumento referido al tamaño de las naciones, rechazándose la importancia del efecto frontera y, por tanto, de las relaciones comerciales preferentes dentro del ámbito nacional español. Sala i Martín, primero en una conferencia que pronunció en Omnium Cultural en 1998, y más tarde en otra organizada en 2001 por la Fundació Catalunya Oberta, lo expresó muy claramente: «la evolución de la economía mundial hace que el beneficio de formar parte de un Estado como el español se esté desvaneciendo rápidamente … ya que, en un mundo sin proteccionismo económico, los mercados y la dependencia política son dos cosas totalmente independientes». Sin embargo, es justamente la cuestión del efecto frontera la que más interesa, pues al menos en el corto y el medio plazo, como más adelante se verá, sus consecuencias, en el caso de secesión, pueden llegar a ser devastadoras. Sala i Martín lo admite de manera implícita cuando señala que «si la Unión Europea garantizara que una Cataluña independiente no tendría ningún problema para seguir siendo miembro de la Unión, el proceso de independencia sería más sencillo y, sobre todo, más deseable». Y también lo han visto así los promotores de los refrendos independentistas cuando, al pedir el pronunciamiento de los electores, se alude al marco europeo y se pregunta: «¿Quiere que la nación catalana se convierta en un Estado de derecho, independiente, democrático y social, integrado en la Unión Europea?».

Es evidente que los nacionalistas catalanes, como anteriormente hicieron los vascos con ocasión de la discusión del Plan Ibarretxe, tal como he mostrado en mi libro sobre la Economía de la Secesión, fían la viabilidad de su proyecto independentista a la estabilidad que, para las relaciones económicas y comerciales, proporcionaría la permanencia de las regiones segregadas de España dentro de la Unión Europea, pues en tal caso no existiría, con la secesión, ningún cambio institucional que pudiera afectarlas. Pero este supuesto es muy poco realista debido a que la UE está integrada por los Estados que, en el curso de su formación, se han ido adhiriendo a ella y que, previamente, han sido aceptados unánimemente por todos sus miembros. Además, sus tratados constitutivos no contemplan la posibilidad de que cualquiera de los territorios que forman parte de los Estados miembros pueda separase de ellos, con lo que el Estado que surgiera de una operación de este tipo quedaría apartado de la UE, tal como ocurrió en el caso de Argelia cuando, en 1962, accedió a su independencia.

Por consiguiente, si Cataluña o cualquier otra región europea se constituyera en un Estado independiente y quisiera formar parte de la UE, entonces tendría que negociar su adhesión y cumplir los requisitos que la Unión exige a sus miembros. Y lo mismo puede señalarse con respecto a la Unión Monetaria Europea, donde la integración es aún más exigente. Ello significa que ese nuevo Estado tendría que asumir un largo proceso de negociación que, en ningún caso, podría durar menos de cinco años y que, muy probablemente, siempre que hubiera la requerida voluntad política en todas las partes, sería superior a una década.

En estas condiciones, la parición de fronteras sería inevitable y, con ellas, surgirían las trabas al comercio de bienes y servicios, a la movilidad de los capitales y también a la de las personas, con los costes que todo ello conlleva para la economía. De tales costes, sin duda, los más relevantes son los referidos a las transacciones comerciales, por lo que a continuación me referiré a ellos.

El coste de las fronteras para Cataluña.

Cataluña es una región estrechamente vinculada al mercado nacional español y al mercado común europeo. Así, en 2008, según datos del Institut d’Estadística de Catalunya (Idescat), sus exportaciones —que sumaron un total de 150.050 millones de euros, lo que equivale al 69,2 por 100 del PIB regional— se orientaron en un 56,4 por 100 hacia las demás regiones españolas, en un 23,9 por 100 a los otros países de la Unión Europea y en sólo un 19,7 por 100 al resto de los mercados mundiales. En cuanto a las importaciones catalanas —cuyo valor fue de 143.346 millones de euros (66,1 por 100 del PIB)— se puede señalar que su procedencia fue en un 43,9 por 100 del resto de España, en otro 31,5 por 100 de los países comunitarios y en un 24,6 por 100 del resto del mundo. Estas cifras señalan que Cataluña obtiene actualmente un superávit comercial equivalente al 3,1 por 100 del PIB. Sin embargo, no debe obviarse que esta cómoda posición comercial es el resultado de un importante superávit en las relaciones con el resto de España —que equivale al 10,0 por 100 del PIB y de sendos déficits en los intercambios con los países de la UE y del resto del mundo —que se cifran, respectivamente en el –4,3 y –2,6 por 100 del PIB—.

En esta situación, la aparición de fronteras entre Cataluña y las demás regiones españolas, así como con los países comunitarios, fruto de su secesión, tendrá que tener, necesariamente, alguna repercusión sobre sus intercambios comerciales. En efecto, la constitución de una frontera implica, por una parte, la aplicación de los aranceles protectores del mercado interior europeo —en nuestro caso, la Tarifa Exterior Común que, dada la estructura del comercio exterior de Cataluña, supone una carga del 5,7 por 100 sobre los precios de sus exportaciones y, supuesto un tratamiento reciproco, del 4,9 por 100 para sus importaciones—. Por otra, existen costes de transacción derivados de la tramitación aduanera de las operaciones comerciales, la inspección de las mercancías, la obtención de licencias, el riesgo del tipo de cambio —dado que Cataluña, al quedar fuera del área del euro, seguramente adoptaría una divisa propia— y otros elementos; unos costes que, siguiendo las evaluaciones de la OCDE para los países desarrollados, se pueden estimar en una carga equivalente sobre los precios del 13 por 100. Y a ello se le añadiría un descenso importante de la intensidad de los intercambios con España al caer el efecto frontera al que antes he aludido. Esto último es difícil de valorar, pero si se tiene en cuenta la experiencia internacional ya referida, podría aceptarse la hipótesis de que, como mínimo, ese efecto se reduciría a la mitad, con lo que la intensidad de tales transacciones pasaría de 22 a 11 veces, lo que resulta equivalente al efecto de un arancel adicional del 26 por 100.

Con estas previsiones, se puede conjeturar que las exportaciones catalanas al resto de España experimentarán un aumento de precios del 44,7 por 100; y las que se orientaran a los países comunitarios, del 18,7 por 100. En el caso de las importaciones, esos incrementos serán del 43,9 y el 17,9 por 100, respectivamente. Pues bien, si se tiene en cuenta la sensibilidad de la demanda a los precios, los cálculos correspondientes —sobre cuyo detalle me he extendido en otro lugar-- conducen a estimar que la reducción de las exportaciones de Cataluña hacia España alcanzará una cifra de 49.209 millones de euros; y hacia los demás países de la Unión Europea, de otros 8.730 millones. Ello hace un total equivalente al 26,7 por 100 del PIB actual de la región, con lo que el efecto de la secesión a medio plazo será una importante caída del producto real y, por tanto, un empobrecimiento de su población. De esta manera, el PIB per capita de los catalanes pasará, con la independencia, de los actuales 29.457 euros anuales a 21.592, una cantidad ésta inferior a la media española —que es de 24.020 €—. Cataluña dejará de ser, entonces, una de las regiones punteras de España para pasar a ser un país independiente cuya renta por habitante será similar a la de Grecia, Eslovenia o Chipre.

Y si se trasladan estas estimaciones al cálculo de los saldos exteriores, se llega a la conclusión de que el déficit comercial de Cataluña con los países de la UE y con el resto del mundo ya no podrá compensarse con un superávit con respecto a España. En efecto, con la independencia todos los saldos se volverán negativos: –10.864 millones de € con España, –13.136 millones de € con los demás países de la Unión Europea y los actuales –5.813 millones de € con el resto del mundo. En total un déficit en el comercio de bienes y servicios de –29.813 millones de € que equivaldrán al 18,8 por 100 del PIB de Cataluña, una vez descontada la caída de la producción antes mencionada. En definitiva, Cataluña puede pasar a ser la nación independiente más deficitaria del mundo, siempre que encuentre algún país o países que asuman el riesgo de financiar una cifra semejante, literalmente insostenible, pues, si no es así, entonces la crisis de la economía catalana será aún más profunda que la ya descrita y los habitantes de Cataluña se empobrecerán aún más de lo que se ha señalado.

El Estado catalán.

La independencia nacional implica la necesidad de constituir un Estado y desarrollar las competencias que le son propias, tanto las clásicas —administración de justicia, defensa, obras públicas y relaciones internacionales— como las vinculadas a la preservación de bienestar —educación, seguridad social, asistencia a los desfavorecidos y prestaciones de desempleo—, así como las relacionadas con la intervención en ciertos ámbitos de la economía sujetos a fallos del mercado. Para el nacionalismo catalán la creación de un Estado propio se vincula a la cuestión de la balanza fiscal, de manera que el déficit que ésta presenta con respecto al resto de España —que, en palabras de Sala i Martín, se califica de «exagerado»— se verá automáticamente corregido y los catalanes podrán disponer para sí mismos de los correspondientes recursos. Sala i Martín lo señala con nitidez: «Cataluña podría dedicar entre el 8 y el 10 por 100 de su PIB, que ahora paga en concepto de déficit fiscal, a hacer infraestructuras y al gasto social para los catalanes», y ello tendría como consecuencia que «nuestros empresarios verían que sus beneficios serían muy superiores, … nuestros trabajadores verían que sus salarios serían de los más altos de Europa … (y) nuestros consumidores verían que su poder adquisitivo podría haber sido un 70 por 100 más elevado que el actual».

Esta visión idílica —que tiene un fondo de razón, pues es cierto que el déficit fiscal existe y que su cuantía, según sea la metodología empleada para su cálculo, se desenvuelve entre el 6,5 y el 8,7 por 100 del PIB regional, de acuerdo con las estimaciones publicadas oficialmente por el Gobierno español debe ser sometida al escrutinio de la aritmética de los números. Partiendo de esas estimaciones —que se refieren al año 2005— se puede establecer que, en el caso más favorable, los recursos que los catalanes ponen para financiar las funciones del Estado se elevan a 46.323 millones de €. De ellos, 32.483 corresponden a las cotizaciones sociales y el resto —13.840 millones— a impuestos estatales que no revierten en Cataluña. Lógicamente, para establecer el balance de los recursos financieros que el Gobierno de Cataluña tendría a su disposición en el caso de la independencia, a las cifras anteriores habría que sumar los 21.517 millones de € que actualmente constituyen la financiación autonómica. En total, por tanto el nuevo Estado catalán podría disponer, según este balance, de 67.480 millones de euros.

Veamos ahora los gastos. Por una parte, las prestaciones sociales, principalmente las pensiones y los subsidios de enfermedad y maternidad, suman 30.257 millones de €. El ejercicio de las actuales competencias autonómicas absorbe otros 21.517 millones. Y la asunción de nuevas competencias estatales —como el sistema judicial, la defensa, la construcción de infraestructuras, las relaciones internacionales y la intervención económica—, estimadas con criterios conservadores y pensando en un Estado más bien modesto en sus pretensiones, podría llegar a los 6.315 millones de €. En total, todo ello suma 58.089 millones de € que, confrontados con los recursos valorados en el párrafo anterior, arrojan un cómodo superávit de 9.391 millones de €.

Sin embargo, esta cuenta —que cuadra muy bien con la proyección idílica realizada por Sala i Martín— es poco realista, pues si bien los gastos —que, por lo general, son muy poco flexibles a la baja— se pueden tomar como razonables, no ocurre lo mismo con respecto a los ingresos. Ello es así porque la recaudación fiscal es muy sensible a la coyuntura económica, de manera que, cuando ésta se tuerce para dar lugar a una caída de la actividad, entonces la obtención de recursos a través de los impuestos y las cotizaciones sociales se reduce. A partir de una función que liga el nivel del PIB de Cataluña con la recaudación fiscal en su territorio, se puede concluir que, en el caso de que se cumplieran las previsiones de pérdida de actividad que se han expuesto en el epígrafe anterior —es decir, una caída del 26,7 por 100 en el PIB—, la percepción de impuestos bajará hasta una cifra de 24.391 millones de €. Y, por otra parte, si se tiene en cuenta que el desplome de la actividad económica se ha de traducir en la pérdida de un poco más de un millón de empleos —1.022.900 para ser más precisos, según el resultado de una función que relaciona el número de puestos de trabajo con el PIB—, cabe esperar que la recaudación por cotizaciones sociales se quede en tan sólo 25.462 millones de €.

Todo ello significa que, una vez desencadenada la crisis económica a la que conduce la aparición de fronteras, los ingresos del Estado catalán acabarán siendo de 49.853 millones de euros, un 26,5 por 100 menos que en el escenario base de estas estimaciones —que, no se olvide, se ha construido a partir de los datos de 2005—. Esos ingresos habría que confrontarlos con un gasto igual al de dicho escenario —dada su inflexibilidad a la baja—, aumentado con las prestaciones por desempleo que cobrarán los trabajadores despedidos; unas prestaciones cuya cuantía se puede valorar en 9.256 millones de €, totalizándose así un gasto de 67.345 millones. Ello significa que el prometido superávit fiscal del nuevo Estado independiente de Cataluña acabará tornándose en un déficit de 17.492 millones, lo que supondrá el 11,0 por 100 del PIB. La sostenibilidad de este déficit, lo mismo que la del derivado de las cuentas exteriores antes expuesto, es muy dudosa, por lo que el Estado catalán tendría que emprender una dura política de ajuste que, en ausencia de elementos compensadores procedentes del resto de España, inevitablemente tendrá que plasmarse en una reducción del empleo en las Administraciones Públicas, los subsidios al sector privado y las prestaciones sociales —principalmente, las pensiones—.

Conclusión.

Nosaltres Sols!, tal era el lema de uno de los principales grupos catalanistas que, liderados por Daniel Cardona i Civil, aspiraban a la independencia de Cataluña allá por la década de 1930. Nosotros solos es todavía uno de los tópicos políticos que se sostienen desde el nacionalismo más radical en la Cataluña actual, desde ese nacionalismo que ha acabado convocando el referéndum de independencia en más de un centenar y medio de municipios catalanes. Ha llegado, por tanto, el momento de establecer cuáles podrían ser las implicaciones de tal soledad para la economía catalana y, por derivación, para el bienestar de los catalanes. En las páginas precedentes he presentado algunas estimaciones preliminares que no dejan lugar a dudas: la independencia de Cataluña, de manera inevitable, conducirá a una grave crisis económica en ese territorio que reducirá el nivel de vida de sus habitantes y obligará a que, por el efecto de un déficit insostenible, empeoren los servicios públicos y las prestaciones sociales que oferten sus Administraciones.

Nada de esto es, sin embargo, novedoso. Y, aunque no hubiese sido cuantificado, sí fue percibido por algunas de las más preclaras inteligencias que Cataluña ha dado a España. El profesor de investigación del CSIC Antonio Cerdá, hoy Consejero en el Gobierno de Murcia, recordó hace unos años, en un artículo publicado por ABC en 2005, que Joseph Pla, poco tiempo antes de su muerte, dirigió una carta al Presidente Tarradellas para pedirle que no se fiara de los políticos nacionalistas. «Apenas sirven para nada», advirtió Pla para, a continuación, añadir que «el catalanismo no debía prescindir de España porque los catalanes fabrican muchos calzoncillos, pero no tienen tantos culos». Pla «no andaba mal encaminado», concluye Cerdá. En efecto, los resultados que, desde el análisis económico de la secesión, he presentado en estas páginas así lo corroboran. Pero más hubiese valido que los sucesores de Tarradellas en el gobierno de Cataluña no nos hubiesen dado ocasión para comprobarlo.

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