Francesc de Carreras: 'La culpa es del árbitro'
El Estatut empezó mal, se hizo mal y está a punto de acabar mal. Se han perdido siete años: esta es la realidad. Pero la clase política catalana nunca admite sus culpas: siempre son de los demás.
El súbito deseo de la mayor parte de la clase política catalana por renovar inmediatamente la composición del Tribunal Constitucional da la medida de su concepción del Estado de derecho y de su poca consideración por las normas democráticas.
En efecto, hasta ahora, los políticos, periodistas, articulistas y tertulianos se lamentaban de vez en cuando, con razón, del retraso en aprobar la sentencia del Estatut, pero confiaban en que esta norma sería respetada por el tribunal, cuando menos en aspectos esenciales. Creían tener bien amarrada la sentencia: esfuerzos habían hecho para ello. Las periódicas noticias sobre el curso del debate en el seno del tribunal, siempre producto de filtraciones bajo anonimato, solían tener un carácter impreciso y contradictorio, ciñéndose sobre todo al fatigoso tema de la consideración de Catalunya como nación. Esta parecía ser la dificultad única y principal.
Pero el escenario cambió el fin de semana pasado al conocerse oficiosamente un proyecto de sentencia que, como era previsible, declaraba afectados de inconstitucionalidad muchos, muy importantes y muy variados artículos del Estatut. Este proyecto, además, estaba supuestamente avalado por el sector de magistrados llamados "progresistas", en quienes esta clase política catalana había puesto todas sus esperanzas. No obstante, tal proyecto no alcanzó, sin conocer de cierto qué votaron unos y otros, una mayoría suficiente para ser aprobado.
Inmediatamente cundió el pánico y saltaron todas las alarmas. A las pocas horas Montilla descalificaba al tribunal y exigía que fuera objeto de la renovación pendiente con el fin de retrasar la sentencia, poder celebrar las elecciones catalanas antes de su pronunciamiento y, finalmente, poder elegir en el futuro magistrados más adictos y menos independientes. En los días siguientes hasta hoy, la mayoría de esta clase política catalana se ha puesto en movimiento como en sus mejores tiempos: la culpa no es nuestra, la culpa es de Madrid, en este caso la culpa es del árbitro, de este Tribunal Constitucional, un ejemplo más de la España eterna y centralista que nunca comprenderá a Catalunya. La canción de siempre.
En medio de todo este ruido mediático, sorprende tanto la ignorancia como la mala fe. Ciertamente, pedir que se cambie al árbitro cuando uno cree que va a perder, rompe con todas las reglas del mínimo fair play. Lo grave es que este fair play no es un juego cualquiera, sino nada menos que el juego de la democracia, y despreciar sus reglas es, simplemente, actuar de forma antidemocrática. Aunque esto lo ignoran, porque ignoran estas reglas. Leyendo los periódicos, escuchando la radio y viendo la televisión, se han dicho estos días tal cantidad de barbaridades jurídicas que no llegas a entender cómo personas, supuestamente respetables y, en todo caso, respetadas, pueden impartir doctrina de forma tan arrogante y, a la vez, acumular tanta ignorancia.
Zapatero, por cierto, dio una lección de democracia a los socialistas catalanes cuando, según la crónica de Jordi Barbeta, les dijo el lunes pasado en la reunión de la ejecutiva del PSOE: "Comprendo a Montilla, pero yo no puedo hacer nada; y aunque no os lo creáis, así funciona la democracia: hay separación de poderes". El quid de la frase está en el inciso "aunque no os lo creáis". Es decir, Zapatero sabe perfectamente, supongo que porque los conoce bien, que la cúpula socialista catalana no sabe lo que es la división de poderes ni cree en ella y, una vez más, implícitamente les recuerda que el presidente del Gobierno no manda en el Tribunal Constitucional, un órgano constitucional autónomo, sino que sólo manda en el Gobierno, aunque ya sabe que ellos no pueden comprenderlo porque ni siquiera saben el significado de la división de poderes, un elemento tan esencial para la democracia. Es probable que Zapatero, además, esté aún escandalizado por el reciente atropello que ha supuesto cambiar por decreto ley el precepto que establece la mayoría necesaria para elegir al presidente de la corporación de los medios públicos catalanes - TV3 y Catalunya Ràdio-, al objeto de controlar dichos medios en periodo electoral.
En definitiva, la vida política catalana ofrece un espectáculo patético. Para no cargarlo todo en los socialistas, no es de menor magnitud, en cuanto a ignorancia, la ocurrencia de Artur Mas para recusar a los magistrados constitucionales cuyo mandato ha vencido y a los que la ley les obliga a seguir en su función. ¿No sabe el señor Mas que la recusación es una institución procesal regulada básicamente en la ley orgánica del Poder Judicial (artículos 217-228), aplicable al TC porque es norma supletoria, y lo que él propone no está, ni puede estar, dada la naturaleza de la institución, en ninguno de los supuestos de recusación que dicha ley establece? Igualmente, hemos podido leer en la prensa frases tan grandilocuentes como aquella que convierte un litigio de constitucionalidad en un enfrentamiento entre Catalunya y España.
Lo que empieza mal acaba mal. Alguien lo ha dicho estos días en La Vanguardia con mucho acierto. El Estatut empezó mal, se hizo mal y está a punto de acabar mal. Se han perdido siete años: esta es la realidad. Pero la clase política catalana nunca admite sus culpas. Ha encontrado el mecanismo perfecto para no considerarse nunca responsable de nada: las culpas siempre son de los demás. En este caso, del árbitro, como en el fútbol cuando se juega mal al fútbol.
Francesc de Carreras Serra, catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad Autónoma de Barcelona (U.A.B.)
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