EL DEBATE lógico y natural que debería suscitar la elección del punto en el que se van a almacenar los residuos radiactivos del país ha acabado absolutamente desvirtuado y contaminado por la política. La polémica ha puesto al descubierto dos cosas: la hipocresía de los partidos en asuntos que afectan a sus apoyos electorales y, sobre todo, el poder omnímodo que han adquirido las comunidades autónomas, capaces de ejercer en la práctica la soberanía sobre cualquier materia, interfiriendo en asuntos que ni siquiera son de su competencia.
De entrada, tal y como la ministra de Medio Ambiente, Elena Espinosa, manifestó ayer en unas jornadas celebradas en EL MUNDO, estamos ante un asunto que debe decidirse entre el Gobierno central y los municipios interesados. Sin embargo, son dos presidentes de comunidades autónomas (Barreda y Montilla), una aspirante a serlo (Cospedal) y la coalición que intenta reconquistar la Generalitat (CiU) quienes han sacado toda la artillería, con amenazas de expediente incluidas a los alcaldes. Y eso pese a que varios de estos líderes son partidarios de la energía nuclear y todos sus partidos defienden la iniciativa de crear el almacén de residuos.
Los acontecimientos vienen a demostrar que las comunidades están imponiendo su voluntad y condicionando la vida del país también en este asunto. Igual que ha pasado con la polémica del agua, los partidos nacionales son víctimas de sus organizaciones regionales y del discurso autonómico que han asumido; es decir, acaban siendo devorados por el monstruo que ellos mismos han creado. Cuando Cospedal dice que los castellanomanchegos no pueden tolerar una sola instalación nuclear más en su territorio o Montilla asegura que la cuota de solidaridad de Cataluña en esta materia ya está cubierta, están apelando a cuestiones identitarias o a agravios comparativos que poco tienen que ver con el caso. En realidad, es como si ya no hubiera asuntos de Estado, porque todo es susceptible de someterse a la prueba del algodón autonómico.
Sucede además que ese discurso es un recurso fácil para intentar salir de situaciones incómodas. En el caso de Montilla es aquí evidente: la creación del almacén nuclear se aprobó cuando él era ministro de Industria y no ha invocado a Cataluña para oponerse a su instalación hasta que sus socios de gobierno no le han exigido un cambio de posición. Es decir, Montilla presenta como un acto de defensa de Cataluña lo que hace para protegerse a sí mismo. Y todo esto, en el asunto concreto de la energía nuclear adquiere un aire más absurdo y grotesco, por cuanto es obvio que la radiación no entiende de fronteras, y en el supuesto de un hipotético escape, la contaminación cruzaría de una comunidad a otra.
El PP, al dejarse llevar en este tema por el interés inmediato de su secretaria general, ha perdido una gran oportunidad de poner al PSOE frente a sus contradicciones. Y es que, a la hora de la verdad, dos presidentes autonómicos que forman parte de los órganos de dirección socialista están boicoteando la labor del ministro de Industria, de su propio partido. Claro, que también hay que advertir que el primero en alentar los fantasmas y la superstición en torno a la energía nuclear es el propio presidente Zapatero, que hace siete meses ignoraba el informe unánime del Consejo de Seguridad Nuclear que le pedía prorrogar una década la actividad de la central de Garoña.
En la misma contradicción que el PP, que ha llamado al orden al alcalde de Yebra (Guadalajara), ha incurrido CiU, que pese a respaldar también este tipo de energía ha amenazado al de Ascó. Así, por demagogia populista, lo que era una flagrante incoherencia del PSOE ha acabado salpicando a otros. El episodio vuelve a poner además sobre la mesa el debate de la debilidad del liderazgo de Rajoy, que ha permitido este nuevo desaguisado en el PP.
Editorial El Mundo
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