Las listas son el principio y el fin de cualquier carrera política. Si quieres entrar has de cumplir el ritual de buscarte un padrino poderoso, hacerle convenientemente la pelota, prestarte a satisfacer sus más insignificantes deseos y obedecer sin rechistar sus órdenes. Una vez dentro, las listas son el coco con el que se asusta a los díscolos. Lo vimos el lunes en Valencia, cuando un Fabra en el papel de portavoz de Camps recordó a sus levantiscos compañeros de Alicante que «las listas las hace la provincia», y lo revivimos al día siguiente en Madrid, con la amenaza expresa de Rajoy de expulsar de las listas a cualquiera que ose desmandarse. Quien tiene la llave de las listas, un oscuro aparato compuesto generalmente por gentes hábiles en la maniobra táctica y el regate en corto, es quien toma las decisiones, fija las pautas políticas y marca el rumbo del partido, sin necesidad de obtener un solo voto, someterse al escrutinio del electorado ni mucho menos ganar unas elecciones. Así de perverso es este sistema que llamamos democrático.
Y lo peor es que ya nadie se molesta en disimular al desenfundar la pistola:
-¡Manos arriba! Si te mueves, te meto un tiro en la lista.
-Lo que tú digas, jefe, prometo estar calladito.
¿Dónde está la libertad? ¿Dónde el gobierno del pueblo para el pueblo? ¿Dónde la pluralidad?
A quienes pagamos sus sueldos y sufrimos sus leyes nos está vedado elegir a quién queremos que nos represente. Ni siquiera conocemos su nombre ni podemos pedirle cuentas. Cada cuatro años nos convocan a justificar con nuestro sufragio una presunta fiesta de la democracia que ellos han amañado blindando con siete candados esas listas infranqueables que son su arma y su fuerza. Nos incitan a participar cuando en realidad nos dejan fuera, sin otras vías de protesta que la abstención o el voto en blanco.
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