El primer libro que leí de Vargas Llosa fue en catalán. Lletra de batalla per Tirant lo Blanc, una luminosa reivindicación de la novela medieval del valenciano Joanot Martorell, que ya Cervantes calificó de “mejor libro del mundo” y que el flamante premio Nobel conoció en sus años barceloneses (años que ayer recuperaba para los lectores de La Vanguardia Xavi Ayén, estupendo periodista cultural que estaba en Nueva York junto a Vargas Llosa precisamente el día en el que se concedió el Nobel).
El ensayo sobre Tirant lo Blanc de Vargas Llosa formaba parte, a manera de prólogo, de la edición castellana de esta novela medieval que realizó Alianza en 1969. Traducido por el añorado Ramon Barnils, el estudio fue publicado aquel mismo año en una colección de ensayos de Edicions 62. En tal colección, Vargas Llosa aparece rodeado de libros marxistas y estructuralistas, lo que ya entonces daba la medida de la singular personalidad del futuro premio Nobel. En efecto, en una Barcelona intelectualmente dominada por el pensamiento progresista de los Sartre, Engels, Marcuse o Lévi-Strauss, había que tener convencimientos literarios muy sólidos para enamorarse de un libro arcaico. Vargas Llosa quería rescatar a Tirant de “su injusta tumba del olvido” y sostenía: “Martorell es el primero de esa estirpe de suplantadores de Dios –Fielding, Balzac, Dickens, Flaubert, Tolstoi, Joyce, Faulkner– que pretenden crear en sus novelas una realidad total”.
Todos los ensayos literarios de Vargas Llosa insisten en esta metáfora del novelista como creador del mundo. Los grandes narradores son deicidas o suplantadores de Dios, porque actúan como el propio Dios en el Génesis y producen en el lector la impresión de que el mundo ha sido creado de nuevo. Joanot Martorell –sostenía Vargas– es el más remoto iniciador de esta estirpe: “Un novelista todopoderoso, desinteresado, omnisciente y ubicuo”.
Situar a Martorell en la restringida lista de los Flaubert, Tolstoi, Faulkner o Balzac debería haber contrapesado las reticencias que la figura del nuevo Nobel suscita en importantes sectores del catalanismo. Pero no me extrañaría que los más reticentes ignoraran incluso la existencia de tal ensayo. La Catalunya política e ideológica apenas lee. No es extraño que el discurso político sea ya tan visceral como el futbolístico. En este punto, la política catalana y la española no se diferencian. Será el sustrato franquista, o será el virus del totalitarismo, que rebrota entre nosotros aderezado con nuevos componentes. El hecho es que el pensamiento libre vuelve a parecer sospechoso. Se desprecia al escritor o intelectual que se atreve a pensar por su cuenta, especialmente si su libre albedrío cuestiona tópicos, falsedades o prejuicios sobre los que se construyen las identidades y las ideologías.
Para el sector nacionalista de la política y la cultura catalanas, las críticas del popperiano Vargas Llosa sobre el catalanismo han pesado mucho más que su fértil compromiso con uno de nuestros mejores clásicos. No importa que el gesto de leer, estudiar y defender el Tirant lo Blanc sea una muy valiosa manera de reconocer la cultura en lengua catalana y de proyectarla internacionalmente. No importa que el tirón publicitario del Nobel pueda también ahora ser útil al Tirant y, por extensión, a la cultura escrita en catalán, a la que no le sobran precisamente valedores internacionales. No importa. Muchos influyentes actores catalanes le dieron la espalda cuando, con razón o sin ella, Vargas Llosa dijo, ya residiendo en otras ciudades del mundo, que el nacionalismo catalán había acabado con la efervescencia, creatividad y libertad de la Barcelona de los años setenta. Vargas Llosa pasó entonces a ser considerado hostil. Craso error. Lo importante no es que Vargas Llosa comparta las emociones o razones del catalanismo, sino que defienda en todo el mundo que Tirant es tan importante para la historia de la novela como Guerra y paz.
Fue en Catalunya donde Mario Vargas Llosa encontró el apoyo de la prodigiosa agente Carmen Balcells y del editor Carlos Barral. Sin olvidar la amistad de los Ferrater, Tusquets, Azúa y compañía. Aquella Barcelona de los setenta (que también Umberto Eco consideraba meca de la creatividad) debería ser reivindicada por el catalanismo. Dos premios Nobel, dos, se gestaron en aquella Barcelona. Y desde Barcelona se expandió a todo el mundo una corriente triunfante: el llamado realismo mágico o boom latinoamericano. Defender la cultura en lengua catalana es objetivo esencial del catalanismo: nadie más que nosotros lo hará. Pero este objetivo debe ser compatible con la visión internacional de Barcelona, capital histórica de la edición en castellano. Tal capitalidad es hija del talento empresarial y de la creatividad de muchas generaciones. En este momento de crisis económica y de previsible cambio político, el merecidísimo triunfo de Vargas Llosa nos recuerda la necesidad de repensar la mejor manera de reimpulsar ambas tradiciones culturales.
El éxito de Vargas Llosa es personal: de su talento y su trabajo, de su imaginación y de su prodigiosa claridad expresiva. Pero, si alguna sociedad merece colgarse alguna medalla por este Nobel, es la barcelonesa y, por extensión, la catalana. El éxito de Vargas es también el éxito de la sociedad catalana. Debemos aplicarnos a la suma –y no a la resta
fuente: LA VANGUARDIA
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