La España autonómica ha desembocado en un quimérico puzle que constituye un lujo administrativo que no nos podemos permitir
ABC«La última vez que yo estuve en Galicia —escribía Julio Camba en 1918—, Galicia era una de las más hermosas regiones españolas. Ahora ha ascendido a la categoría de nación». Y añadía el maestro gallego que se redimió de la acracia en ABC: «Una nación se hace lo mismo que cualquier otra cosa. Es cuestión de quince años y un millón de pesetas. Con un millón de pesetas yo me comprometo a hacer rápidamente una nación en el mismísimo Getafe, a dos pasos de Madrid».
El experimento previsto por Camba se inició sesenta años después de su planteamiento, hace poco más de treinta años, y ha costado cifras superiores a los seis mil euros —el millón de pesetas— presupuestados por el genio de la provincia de Pontevedra; pero, en líneas generales, ha certificado la capacidad visionaria del maestro. Han surgido, con mayor o menor descaro, diecisiete naciones y todas ellas definen ya su modelo antropológico dominante, sus rasgos culturales definitivos, lo específico de su Geografía, lo diferencial de su Historia y, en suma, sus rasgos identitarios sobresalientes.
La Transición, el insólito y benemérito salto de la dictadura a la democracia, ha generado muchas y profundas transformaciones en España; pero la mayor de todas ellas es, sin duda, la que podemos agrupar en el Título VIII de la Constitución vigente: la España Autonómica, algo que sustentado en un pragmático afán descentralizador, de signo contrario al centralismo autoritario de Francisco Franco, ha desembocado en un quimérico puzle —una Nación de naciones— que, independientemente de cualquier valoración política, constituye un lujo administrativo que no nos podemos permitir.
Millones de funcionarios
El gasto de las Administraciones territoriales (35,6% las Autonomías y 29,9% los Ayuntamientos) supone el 49,2 por ciento de los gastos totales del Estado que, como se sabe, cursa en varios planos administrativos: el nacional propiamente dicho, el autonómico o regional, las diputaciones en las autonomías pluriprovinciales, los cabildos en los archipiélagos y el municipal. Además, instituciones y organismos, centros y empresas públicas de la más diversa naturaleza y elevado coste.
De los 800.000 funcionarios que, redondeando, atendían las instituciones del Estado en el momento de la aprobación de la Ley para la Reforma Política, hemos pasado a casi 3,5 millones. Mucho parece lo de cuadruplicar una nómina pública; pero, poco o mucho, la realidad acredita la no sostenibilidad del concepto y de su proporción dentro de una población activa que, por razones coyunturales que empiezan a ser también estructurales, seguirá ofreciendo la más baja productividad con respecto al total poblacional de todos los estados europeos y, lo sospecho aunque no puedo certificarlo, de todos los del mundo.
Hace unos pocos días el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, le recordaba al Gobierno que, inexcusablemente, en 2011 «debe cumplir el objetivo de reducir el déficit hasta el 6 por ciento del PIB». Cueste lo que cueste, decía el gobernador porque «es la base de la credibilidad del país». Una credibilidad, añado por mi cuenta, que está en veremos. Durante el heptagenario de poder de Zapatero, los Presupuestos han sido, en los ingresos, la expresión de un deseo y, en los gastos, un propósito incumplido. Las agencias de clasificación —Standard & Poor's, Moody's y Fitch— ya lo han significado en la valoración del riesgo financiero del Reino de España.
La TV como síntoma
Puestos a recortar gastos, la más eficaz de las medicinas para el tratamiento de nuestra despilfarradora enfermedad económica nacional, habrá que hacerlo de donde haya, no de las hipótesis platónicas que suelen manejarse. Como decíamos, la Administración central del Estado acapara para sí el 20,9 por ciento del total de los gastos públicos. En las Autonomías hay algunas que, en el último quinquenio, han incrementado la masa salarial de sus funcionarios y empleados en más de un 50 por ciento y, para mayor escándalo, en un tiempo en el que las circunstancias han impuesto un número escaso, prácticamente simbólico, de transferencias. En más de una de las Comunidades, uno de cada tres empleados trabaja con cargo al Presupuesto. ¿Se puede hablar de algo que no sean drásticos recortes?Las corporaciones locales, los Ayuntamientos, manejaron durante el pasado ejercicio el 13,6 por ciento del total de los gastos públicos, una proporción verdaderamente exigua si se tiene en cuenta que todos los españoles vivimos, realmente, en un municipio, mientras que las ideas autonómicas y nacionales nos resultan más abstractas y distantes. La Seguridad Social, con el 29,5 por ciento del gasto total del Estado, constituye, con la fuerza añadida de sus transferencias, el capítulo más grueso y significativo del de un 100 por cien que, ni en su conjunto ni en sus partes, podemos seguir soportando con los recursos disponibles.
El «plan B» que reclamaba, en previsión de que no funcione el A, Miguel Ángel Fernández Ordóñez es imprescindible. La deuda contraída por las Autonomías supera ya, solo en lo que se observa a primera vista, los 120.000 millones de euros. Una cifra que denuncia, a lo largo del último ejercicio, un incremento del 26 por ciento. La contemplación en el detalle es aún más pavorosa. Por ejemplo, la suma del déficit, sin contar la deuda acumulada, de las televisiones autonómicas alcanza los 1.500 millones de euros, la misma cantidad que el coste total de RTVE en el presente ejercicio. Añádasele al capítulo las televisiones y radios municipales, que existen aunque no están censadas, y tendremos a la vista la elefantiasis de un capítulo que, en el orden lógico de la demanda social, debiera ser menor y casi insignificante.
Educación + Sanidad= 60%
¿Cómo se puede recortar el gasto de los medios audiovisuales de titularidad pública? Seguramente la única solución eficaz para atajar el mal es proceder a su cierre. Algún líder regional especula, a efectos meramente dialécticos, con su «privatización»; pero, ¿cómo se privatiza un bien que, en función de la digitalización, ya no es escaso, en el que la acumulación de las deudas y el déficit es parte esencial de su naturaleza en razón de su ocupación y control sindical?Lo que debiera haber sido un bien notable a partir de la ordenación territorial que marca el Título VIII, la descentralización y el subsiguiente mayor control de los recursos disponibles se ha quedado en poco menos que nada. El 60 por ciento del total gasto autonómico, por ejemplo, se centra en las partidas de Educación y Sanidad, transferidas en su práctica totalidad a las correspondientes Administraciones autonómicas. No ha supuesto ninguna reducción del gasto con respecto a la centralización anterior, todo lo contrario. Como un efecto mágico del sistema, el gasto se ha convertido en creciente y, como una perversión del principio de igualdad que reclama la Constitución vigente, se ha incrementado también la diferencia entre las prestaciones que están al alcance de los ciudadanos en unos y otros territorios del Estado. Hay, en lo que a la potencialidad del gasto respecta ciudadanos de primera, de segunda y de tercera. Más los inmigrantes que todavía están sin clasificar. Algo de difícil arreglo aún contando con el copago.
La fiesta de los toros, aunque sea un capítulo menor y anecdótico dentro de una contemplación general de la disfuncionalidad que arrastran las Autonomías, es donde mejor se advierten las distancias que han acarreado las transferencias competenciales. Con la evolución normativa que es inherente a cada uno de los Parlamentos del Estado, llegaremos a disponer de 17 reglamentos taurinos distintos y, para empezar, en una autonomía como la catalana ya han sido prohibidas las corridas de toros y novillos, bien sean a pie o a caballo.
Diecisiete mercados En lo que se refiere al mercado, la distribución y venta de productos y servicios ya no obedece a los supuestos de la unidad de mercado que, según los expertos, es un acelerador inestimable de eficacia, calidad y servicio. El mercado nacional se ha fragmentado en 17 mercaditos autonómicos y éstos, a su vez, en unos cuantos millares de minimercaditos locales. A partir de la homogeneidad salarial que, todavía, marcan en España los convenios colectivos se genera el despropósito de lo teóricamente igualitario en el territorio de la demanda y evidentemente fraccionado y diferente en el de la oferta. ¿Es eso algo que le convenga a alguien?
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