José Antonio Zarzalejos - 31/07/2010
Si es cierto -que lo es- que “España tiene un problema” con Cataluña como escribió el padre de la Constitución, Miquel Roca, tras conocerse el fallo del TC sobre el Estatuto de 2006, también lo es que Cataluña, de puertas adentro, tiene otro no menor que consiste en el cuarteamiento del llamado catalanismo político y social. Una clase dirigente muy por debajo de los requerimientos del momento histórico que vive la Comunidad, está llevando la convivencia catalana a un enfrentamiento como nunca antes había sucedido. La proyección de una Cataluña homogénea y cohesionada ha saltado por los aires y el oasis catalán, tan publicitado, se ha convertido en un espacio político y social inusualmente convulso.
La prohibición de las corridas de toros en Cataluña -asunto tratado hasta la saciedad en su significación cultural y político- incorpora connotaciones hostiles hacia la simbología de la llamada “fiesta nacional” (dígase lo que se diga, la medida de interdicción conlleva un ánimo político e ideológico indudable, por más que no excluya otro tipo de motivaciones no estrictamente políticas), pero supone también, y de manera grave, una profunda escisión en la sociedad catalana como lo demuestra el hecho de que el Parlamento autonómico se quebrase en dos facciones: contra la tauromaquia, 69 votos, a favor, 58 y 9 abstenciones. Estos guarismos parlamentarios demuestran que los diputados catalanes –de diferente extracción socio-cultural y económica, incluidos tanto en el PSC como en la propia CiU- no son ya capaces de integrar mayorías rotundas en temas de carácter transversal, que era lo que distinguía al catalanismo.
La viva –incluso virulenta- polémica que ha seguido a la prohibición de las corridas de toros, afición ciertamente declinante allí, remite a un enfrentamiento subterráneo pero progresivamente visible en el que emergen catalanes con percepciones muy diferentes, alejadas algunas de la corrección política que tanto unifica el tono general de los pronunciamientos públicos en el Principado. Puede haber muchas razones para prohibir los toros, pero las hay más –y más contundentes- para prohibir el boxeo, si, como está ocurriendo con la clase política en España, se sucumbe al intervencionismo prohibicionista que atenta contra el principio de mínima intromisión de los poderes públicos en las actividades -sean cuales fueren- de los ciudadanos, en lo individual y en lo colectivo.
La tauromaquia, que con variantes, ha tenido históricamente una gran tradición en Cataluña aunque en progresivo abandono en las últimas décadas, no consiste sólo en la lidia sino en un universo de manifestaciones culturales, históricas y sentimentales que la acompañan. Hay una prosa taurina; una poesía de inspiración tauromáquica; una pintura imperecedera vinculada a una estética torista y torerista; un género periodístico específico protagonizado por grandes plumas y una economía en torno a la fiesta de los toros que no sólo propicia riqueza, trabajo y bienestar, sino que actúa también en la vertiente conservacionista de las especies y en la ecológica de las dehesas. En definitiva, la tauromaquia es espectáculo, es cultura, es tradición y es industria. Sea uno taurino o no lo sea -como es mi caso- simplificar como se ha hecho en Cataluña la fiesta taurina a una cuestión animalista, es un reduccionismo que no podía por menos enfrentar ácidamente a los catalanes entre sí y a una buena parte de sus elites culturales.
Pero la ruptura interna de la clase política catalana y con la ciudadanía no es cosa de ahora. Se vio ya cuando el Estatuto de 2006 fue refrendado por poco más de un tercio del censo electoral de Cataluña, contó con la negativa del PP y de ERC y sedujo lo justo a los nacionalistas de CiU. Luego, la desunión de las fuerzas políticas catalanistas en la defensa del texto autonómico –demostradamente inconstitucional en aspectos de gran importancia cualitativa- se acreditó con su incapacidad para sacar adelante una resolución conjunta en el debate sobre el estado de la Nación –ni siquiera la pactada por el PSOE y el PSE-, tras el magro logro de una declaración de mínimos en el Parlamento catalán que se limitaba a reiterarse en el preámbulo del Estatuto al que el TC, en lo referente al carácter nacional de Cataluña, ha privado de eficacia jurídico-interpretativa. La manifestación del 10-J, mal gestionada por los partidos, fue la expresión más extrema -fuese cual fuese el número de manifestantes- de la incapacidad de respuesta institucional y madura a un problema institucional de enorme envergadura. La Generalitat abdicó en la calle una respuesta que -por su trascendencia- debió tener una altura política y jurídica de la que, obviamente, careció. A tono, es cierto también, con la rasante del presidente del Gobierno y de su Gabinete.
El laberinto de desconcierto y enfrentamiento en el que se ha introducido la política catalana llega hasta el punto de la máxima discrepancia en el desarrollo estatutario. El Parlamento catalán -con el voto en contra de CiU y PP- ha aprobado la muy importante Ley de Veguerías que pretende una forma de sustitución de las provincias, al modo de tradición catalana. El texto, no sólo colisiona con la sentencia del TC, sino también con el dictamen del Consejo de Garantías Estatutarias, organismo consultivo autonómico de ámbito estrictamente catalán. Hay territorios catalanes -no es cuestión de entrar en detalles- en radical desacuerdo con la distribución comarcal que delimita esa norma que, con otras, está en el alero de la inconstitucionalidad.
¿Qué decir de la cohesión del tripartito? La mezcolanza de un PSC con una ERC independentista y el izquierdismo radical de ICV ha sido una fórmula más que para gobernar, para evitar que CiU lo hiciera, y como en todo Ejecutivo reactivo, en su seno se ha dado -y se siguen dando- todo tipo de incoherencias, desajustes y diferencias sustanciales de criterio. Esta extraña alianza entre organizaciones tan disímiles ha tensionado -y no sabemos hasta donde- la relación federada del PSC con el PSOE cuyo secretario general, Rodríguez Zapatero, purga ahora sus muchas responsabilidades en una política gubernamental hacia Cataluña errática y frívola.
Por fin -aunque el listado de graves problemas catalanes, puramente internos podría continuar- Cataluña es el escenario de episodios presuntos y probadamente claros de corrupción que afectan a su clase dirigente: los casos Millet y el llamado Pretoria, sin olvidar otros menores que afectan al Ayuntamiento de Barcelona, no son temas pequeños en el rebrote de la corrupción política por el que atraviesa nuestra democracia. Cataluña no se libra, en consecuencia, de aquellas lacras que sus dirigentes fustigan con tanta energía verbal desde los púlpitos de las instituciones centrales, mientras lo hacen tan quedamente desde las locales.
Es cierto lo que decía Miquel Roca: España tiene un problema con Cataluña porque no hemos resuelto definitivamente -¿será resoluble alguna vez?- su inserción en el conjunto nacional; pero Miquel Roca debería convenir –y como es un observador perspicaz lo hará- que Cataluña tiene un problema en el tratamiento de su propia cohesión interna, en el manejo de su pluralidad y en la ruptura –con extremosidades decisoras y políticas divisivas- de ese catalanismo que habiendo tenido siempre significaciones distintas, ahora ha quebrado hacia dentro y hacia fuera provocando una sensación de desconcierto y de enfrentamiento en la Comunidad como no se recuerda en décadas. Y ese guirigay cuyos ecos llegan a Madrid es de la íntegra responsabilidad de sus dirigentes. La prohibición de los toros no es más que el síntoma de una deriva de un catalanismo otrora amplio, liberal y cohesivo con vocación de proyectarse en España como elogió (“hay que catalanizar España”) el eximio Miguel de Unamuno. ¿Escribiría hoy lo mismo?
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